Clara se miró al espejo. Observó a la persona
que la estaba mirando desde el otro lado. No la reconocía. Ojos hinchados y
enrojecidos, rímel corrido, surcos que dibujaban su sufrimiento bajo la atenta
mirada de su reflejo. Sin embargo, transcurridos unos minutos, su mirada
cambió. Apenas imperceptible, la mujer del espejo le devolvía ahora una sonrisa.
No una sonrisa irónica, tampoco una sonrisa teñida de rabia. Era una sonrisa de
fuerza, de resolución.
Abrió el cajón de su mesilla y sacó las
tijeras que guardaba bajo los viejos calcetines de deporte, esos que utilizaba
para ir al monte con su familia, con su tía.
Sujetó con dos dedos un mechón de su hermoso
pelo negro y en tan solo un microsegundo los cabellos, ahora separados de los
demás, cayeron al suelo esparcidos por la alfombra de la habitación. Siguió el
proceso hasta que ya no quedó ningún mechón que
cortar.
Recogió los cabellos del suelo con mucho
cuidado y los metió en una bolsa de plástico. No tardó demasiado en salir por
la puerta de su casa a paso decidido. Sabía lo que quería hacer.
…
Los martes, Silvia cierra de cara al público para hacer inventario. Estaba concentrada en las cuentas cuando oyó como llamaban a la puerta de su
local. Soltó un juramento. Le habían hecho perder el hilo. Alzó la vista para
ver al causante de su despiste. Se quedó atónita.
- Clara pero qué
has hecho- sentenció.
Salió corriendo a desbloquear la puerta y la
dejó pasar.
Con una voz más decidida que nunca, Clara habló
a su amiga.
- Necesito que
hagas algo por mi
- Lo que sea-
contestó Silvia.
Pasadas unas horas ya estaba terminada. Silvia ayudó a guardarla en un sitio más apropiado. ¡Era tan bonita!
…
…
Finalmente Clara se había dejado convencer para que
su amiga le arreglase lo que quedaba de su melena. Se habían decidido por un
corte garzon. Estaban todavía en
Marzo, por lo que al salir por la puerta notó una gélida brisa en su ahora desnuda
nuca, lo cual le produjo un escalofrío. Curiosamente fue una sensación
agradable, casi reconfortante.
Respiró hondo y siguió su camino, tenía un
objetivo y pensaba cumplirlo.
Notó su teléfono vibrar en el bolsillo del
abrigo. Lo ignoró, pensó que se cansarían y continuó caminando hacia la parada
de autobús.
Se sentó en el asiento de atrás del todo. A
Clara le gusta ver como cada imagen va pasando rápidamente ante sus ojos. Le
hace ser consciente de la brevedad de las cosas, de la necesidad de vivir cada
segundo, de sentir la brisa gélida acariciarte la nuca.
Su teléfono volvió a sonar sacándola de su ensimismamiento, pero esta vez
decidió contestar.
- Hija, ¿estás
bien?
- Si mamá no te
preocupes, necesito hacer una cosa.
No tardaré en volver a casa. Te quiero,
adiós.
Sin más explicaciones colgó. No quería
prolongar la conversación. Había llegado hasta aquí con espíritu decidido y no
quería flaquear. No era el momento de ceder a la tristeza. Quería sonreír y que
fuera una sonrisa sincera.
El autobús se detuvo al fin en su parada. Bajó
los peldaños y aterrizó ambos pies en el asfalto.
A pesar del frío, el día estaba especialmente
soleado. Sacó las gafas de sol de la mochila y continuó caminando.
El hospital estaba a tan solo 10 minutos
andando de la parada de autobús. Podría haber bajado en la parada del hospital
pero necesitaba unos minutos extra para despejar la mente, para andar el
camino.
Cuando llegó atravesó las puertas automáticas.
Odiaba esas puertas. Siempre esperaban a abrirse apenas un segundo antes de que
su cabeza rozara el cristal.
Sabía el camino demasiado bien. Había sido
como una segunda casa durante los últimos meses. Las enfermeras se habían
convertido en amigas, los médicos decían su nombre al saludarla. De repente, los oídos le empezaron a zumbar y sintió de nuevo esa presión en el pecho, la angustia.
Se paró en seco y respiró profundo. Pasados dos minutos su ritmo cardíaco se
volvió a normalizar y su respiración dejó de ser agitada, la presión del oído también
había desaparecido por completo.
Giró a la derecha, al área infantil. Examinó
los números en las puertas de las habitaciones hasta que llegó a la indicada.
Tocó a la puerta con cuidado por miedo a molestar.
- Pasa, pasa- le
dijo la voz de una mujer.
Cuando traspasó el umbral de la puerta allí
estaba, la niña más bonita del mundo saludándola con una sonrisa tan grande que
podría derretir el sol con su calor.
- Hola Paula, ¿qué
tal te has portado hoy?- dijo Clara.
- Muy bien-
respondió la niña risueña.
- Te he traído un
regalo, espero que te guste
- ¡Quiero verlo,
quiero verlo!- dijo la niña sobrexcitada
- Paula, compórtate-
dijo su madre, aunque con una sonrisa dibujada en el rostro.
Clara se acercó a la pequeña y sacó el paquete
de la mochila. La niña rasgó el papel de regalo con el entusiasmo de la
inocencia más pura. Abrió la caja y metió sus manitas dentro.
Allí estaba, una preciosa melena de pelo
negro. Los ojos de la madre comenzaron a humedecerse tratando de contener la
emoción.
- ¡Mamá es mi nuevo
pelo. Gracias Clara, te quiero!
La pequeña abrió los brazos para recibir los
de Clara. Ella la abrazó con todas sus fuerzas. La abrazó como abrazó a su tía
cada día, en cada parte del proceso. Usó toda la energía que le quedaba en ese
abrazo. Deseó con todas sus fuerzas que ese rayito de felicidad ayudase a curar
a Paula.
Finalmente se despidió hasta otro día
y salió de la habitación. Cuando traspasó de nuevo aquellas puertas automáticas
no pudo más. Todas las lágrimas que había mantenido hasta ahora en pausa
salieron como mares a través de sus ojos. Lloró sin control, lloró sin censura
durante 15 largos minutos. Pero algo le hizo parar. Ese escalofrío, esa brisa
helada acariciando su nuca. Entonces ocurrió de nuevo, sonrió, y fue sincero.
Autora: Sonia Parra Ferrández
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